Sant Llorenç des Cardassar, Mallorca, 1957
Lengua de tierra
Las ruinas nos remiten a las ciudades, las economías, las ideologías, las civilizaciones. Lo mismo nos evocan a los egipcios que al crack de 1929. Al Coliseo romano y las construcciones mayas. A las (antiguas) ruinas arquitectónicas griegas y a la (actual) ruina financiera griega.
No encontramos ruinas naturales, porque ni los animales ni los bosques ni los océanos se arruinan por sí mismos.
Arruinarse es, en fin, un acto humano: demasiado humano.
Fue inventar el fuego y ya estábamos inventando la ruina. Por eso, tal vez, Walter Benjamin nos alertaba de que, por cada ruina que mencionáramos, habláramos también del fuego de su fundación. También nos advirtió que no hay acto de civilización que no sea al mismo tiempo un acto de barbarie. Y nosotros podríamos añadir que no hay iniciativa de la civilización que no traiga consigo alguna devastación de la naturaleza.
Somos los bárbaros de nuestro hábitat. A base de esquinar la vida natural en nombre de esta civilización cuyas palabras ya comenzamos a conjugar en pasado. En la lengua muerta del futuro próximo, surgida en aquellos tiempos remotos del libro, la palabra, la pintura.
Mientras, la colonización del último bastión de la naturaleza sigue su ritmo, persistiendo en esa obsesión por conquistar la última lengua de tierra a la vista. En el camino contrario, se emplaza la obra de Guillem Nadal. Desde ella, se nos permite entender de otra manera lo que significa, precisamente, ese "ganar una lengua de tierra". Una frase que, literalmente, nos habla de ganar un lenguaje para el mundo. Acaso un idioma natural en el que no quede olvidada la palabra "auxilio".
Iván de la Nuez