Del 19 de mayo al 12 de septiembre, 2020
Inmersión en el presente perpetuo
Imaginemos la siguiente situación: recorremos, solitarios, una calle desierta por la noche. El silencio es absoluto y conseguimos oír nuestra propia respiración. Nuestros pasos crean la cadencia de un sonido único y continuo, pautando la experiencia física del desplazamiento. Los pensamientos fluyen inexorablemente. Deambulan en una circularidad que en todo contrasta con la rectitud de la línea que recorremos. Sin tiempo, sincopados justamente por la inevitable marca sonora de la maquinaria jadeante y del encuentro con la materia en la calzada.
¿Qué es más real? ¿Las ventanas, puertas y postes de iluminación que distraídamente se suceden ante nuestros ojos, o el magma torrencial de pensamientos que nos asaltan?
¿Cuál es el peso de un pensamiento?
¿Cuál es el peso de una imagen?
Se diría que la imagen pesa un mundo. Pesa, ciertamente, aquello que podría haber sido y nunca llegará a ser. Pesa, paradójicamente, la erradicación de todas las imágenes ya creadas, la condensación de todas aquellas que aún no han sido contempladas.
Rui Moreira es un artista sin tiempo. No es contemporáneo. Si los últimos cien años de la humanidad se vieran afectados por una catastrófica pérdida de memoria y en un escenario posterior tuviéramos que ordenar, catalogar y secuenciar aquello que convencionalmente denominamos la producción artística, sus obras serían de esas que vamos dejando para el final a fin de comprender mejor los contextos posibles de la tranquilizadora vecindad.
Ya en el plano de la realidad casi mítica, una encantadora historia que transforma el equívoco en evidencia de una verdad por venir: en plena región de Trás-os-Montes, en el interior de Portugal, habrá visto el artista los primeros dibujos de su infancia cuando su abuela llamó su atención hacia unas inscripciones seguramente practicadas en piedra por algún pastor.
A causa de un embalse que ha dejado de serlo, a finales del siglo pasado, "se descubre" uno de los más significativos conjuntos de arte paleolítico en territorio portugués. Dibujos-inscripciones de más de veinte mil años. Al final resultó que aquel pastor no era un hombre, sino una entidad transhistórica, que muy probablemente se reiría, divertida, ante la mirada de aquel niño que imaginaba a los pastores con los que solía cruzarse pasando el tiempo lánguidamente mientras grababan figuras de animales en aquel esquisto primordial.
La medida del tiempo, aquí, tan divergente como el peso de un pensamiento. Y de las imágenes: de las imágenes de Rui Moreira. La obra de este artista se refiere a situaciones vividas, experiencias vitales y procesos de interpretación culturales, que más tarde resultan en un viaje laberíntico y cíclico donde figuras, paisajes y abstracciones se desdoblan de forma rizomática.
El plano de la imagen nunca se resuelve a partir de situaciones lineales. El artista desprecia la univocidad hermenéutica. Si dibuja un paisaje en el desierto, adonde se retira en temporadas extremas, puede el observador pensar en paisajes marítimos. Pero ¿acaso no se ocultan mares bajo ese desierto marroquí? Como ocurría con los grabados, la realidad científica nos confirma que sí: allí pueden encontrarse fósiles de animales marinos, encapsulados en un territorio que ahora también les pertenece.
La experiencia-límite que la realización de gran parte de la obra de este artista representa no proviene de un deseo sacrificial oscuro y masoquista cualquiera, como si el agotamiento fuera un bien de consumo, una mercancía para alimentar a los buitres del sufrimiento. No, se trata de saber qué experiencias-límite detentan la verdad de la gran ilusión que es la vida. Por lo mismo Werner Herzog, en Fitzcarraldo, insistió tanto en que el barco atravesara la imposibilidad amazónica, porque solo así cada minuto, cada hora, cada día y cada año de espera y de trabajo traerían verdad a la escena.
La experiencia-límite es, en Rui Moreira, una experiencia próxima al trance, lo que le proporciona un estado espiritual y un embotamiento físico que tanto pueden llevar a la quietud plena como al frenesí creativo. Eso mismo sucede en los rituales que tanto le gustan del mencionado territorio de Trás-os-Montes, donde los caretos son personajes de origen pagano y milenario, la afirmación del cruce entre la culpa cristiana y la depravación embriagada se funde en el alcance de festejos de los cuales él mismo ha participado. Las máscaras, los trajes, los cencerros y otros adornos son cortinas de irrealidad para el trance colectivo de una comunidad que se conoce, pero que en esa ritualización pierde su identidad y encarna el cíclico movimiento del tránsito entre el bien y el mal, la enfermedad y la salud, momentos destacados de una ruralidad ancestral. La máscara como posibilidad de una mirada hacia dentro, de una mirada interior, que es precisamente lo que la exterioridad de muchas de las imágenes del artista parece reclamar del observador. Una interioridad que deviene evidencia simbólica, un paisaje que se torna cartografía sin métrica ni tiempo.
El gran poeta portugués Herberto Helder no dejó nunca de editar sus poemas y sus textos. Una reescritura permanente, como si toda su producción fuera un único poema en continua gestación posible. Lo mismo sucede con Rui Moreira, cuando contemplamos el corpus de su obra tenemos la sensación de que, más que estructurado por series, su trabajo es un políptico infinito que dibuja un serpenteante presente continuo. En el poema "A máquina de emaranhar paisagens" (La máquina de enmarañar paisajes), Herberto Helder parte de fragmentos extraídos del libro del Apocalipsis, de François Villon, de Dante, de Camões y de sí mismo, para ir desfragmentándolos y amalgamándolos en un continuo textual de sentidos revertidos e invertidos, en un paisaje de palabras sembradas en organicidad rítmica inédita y en un trance apenas susurrado.
Rui Moreira es también un paisajista apropiacionista: de la cartografía convencional, de la experiencia tensa e inmersiva, de la densidad acumulativa de una geografía imposible.
O anatomía improbable. El interés de Rui Moreira por el pulpo (una devoción compartida por la gran artista norteamericana Joan Jonas) se explica metafóricamente por su inteligencia sensorial, donde el cerebro sería un órgano tentacular. Así pues, el pulpo sería el animal más parecido al artista, un ser pensante con todos sus sentidos. Sentir como pensamiento. Sin peso, una vez más. Y de nuevo, la proximidad como comprensión: el respeto por estos animales proviene de su interacción con ellos durante la práctica del buceo al que es aficionado. Todo, en la práctica de este autor, presupone la proximidad, paciencia y resiliencia herzoguianas. Al igual que la admiración de una pintura, que puede resultar de contemplar una película y caminar después sobre los pasos de sus protagonistas. Fue así como se materializó una de las obras de la exposición, de la serie Nossa Senhora do Aborto (Nuestra Señora del Aborto). En ella confluyen incontables referencias, concretas, ficticias o vividas: desde Los pájaros de Hitchcock, hasta los velos potencialmente islámicos, pero finalmente trasmontanos, desde las discusiones sobre el primer referéndum acerca del aborto en Portugal, hasta a la incandescente referencia a Nostalgia de Tarkovsky. Durante el recorrido del personaje de Gorchakov por Italia, en cierto momento visita Monterchi, para contemplar la Madonna del Parto de Piero della Francesca. Finalmente, el personaje no entra en la capilla, solo lo hace su acompañante, la traductora, que percibe en el lugar la continuidad de rituales de fertilidad y afines. Finalmente, en ese mismo lugar, ya en periodo precristiano, una roca se habría convertido en centro de peregrinación con el mismo fin. De nuevo tiempos, modos y creencias que colapsan en la historia, en la ficción y en la experiencia que el artista no quiso dejar de reconstruir. Y todo eso confluye en la pintura. Sin atisbo alguno de moralismo. Como constatación de la trepidante ambigüedad ejemplar que sus representaciones evocan.
Un laberinto que nos hace cómplices de un mundo más complejo, en permanente autocuestionamiento sobre la inmanencia de la trascendencia —si se me permite el oxímoron— de un arte que nos atrae, que nos absorbe hacia el detalle íntimo y simultáneamente nos coloca a la distancia de la percepción posible de toda su complejidad. Como una relación fluctuante y evanescente, pero extrañamente monumentalizada. Un monumento sin pasado y sin futuro. Sin peso. Pero que permanece, en la infinidad del presente.
Miguel von Hafe Pérez