Del 21 de septiembre hasta el 22 de noviembre, 2024
Especies de espacios es un texto publicado por George Perec en 1974. Hablar de espacio y de tiempo es un recurrente en los discursos artísticos y, sin embargo, también una excusa para evitar hablar de otros temas que hoy, sin lugar a duda, están más presentes en la producción artística como es el cuerpo, la identidad o la naturaleza. En el pasado, cuando se nombraba el espacio, normalmente se nombraba un lugar, un lugar institucional, un lugar para mostrar o desde el que se realizaba la obra artística. Hoy, el espacio es una especie, es decir, un ser vivo. El espacio ha pasado de ser geométrico para ser un estado mental, la ansiedad; o un humor necesario, la empatía; o incluso, el espacio desde donde imaginar cómo las abejas ven el mundo o cómo las máquinas ejercen su influencia e imponen su voz. ¿Quién no le ha pedido ya un favor al ChatGPT? El pobre ChatGPT, al igual que el oráculo de antaño, tiene también su lugar. La memoria en expansión tiene al menos su "nube" un lugar reconocible simbólicamente por todos, pero el ChatGPT todavía no parece tener trono o piedra o pedestal o casa…
Sí, imaginar el espacio es imaginar la posibilidad de establecer relaciones con elementos físicos, elementos abstractos, elementos virtuales y elementos programados. Sí, hemos crecido. Parece que en cada siglo vamos sumando dimensiones a lo real, sumando extrañezas que también necesitan su espacio…. A medida que crece la ansiedad, se multiplican los conflictos y se patentizan las dificultades y nuestro espacio mengua. Mengua nuestra capacidad también de ser felices tontamente, sin necesidad de tener razones para ello. Con la pérdida de espacio se pierde también la sensación de ligereza que teníamos de jóvenes y nos volvemos pesados, pelmas, incluso. La mejor descripción de este estado la encontraréis en un cuento maravilloso de Julio Cortázar, No se culpe a nadie (1956). La trama es nuestro presente: Un señor tiene prisa porque ha quedado con su mujer para comprar un regalo de bodas. En esto se empieza a poner su jersey azul y empieza a no encontrar las mangas. Los nervios pasan a angustia y la escena desemboca en tragedia cuando, tras forcejear con el jersey y sus manos, se enrolla en él de tan mala manera que se cae desde el piso 12.
¿Os quedan ganas aun de cuestionar para qué sirve el arte? Os diría, sin dudar, que para ponerse millones de "jerséis azules" sin precipitarse al vacío. Efectivamente, si algo tienen en común todos los artistas aquí propuestos es su capacidad de generar espacios, espacios que amplían nuestra capacidad de interpretar el espacio inmediato y así tener al menos la impresión de que nuestra capacidad de estar en el mundo es real y es positiva. Estar en el mundo es una expresión que indica que ocupamos un lugar que no es solamente el lugar de la función que tenemos en la sociedad, un espacio que va más allá de nuestro papel en el trabajo, en la familia, en nuestro círculo de amigos. Nuestras formas de vivir no permiten saber, muchas veces, qué más somos aparte de esos roles o el modo en cómo nos ven los demás. Las formas paradójicas del arte —que parecen no hacer referencia alguna a aquello que realmente nos preocupa— están pensadas para hacernos descubrir lo que nos preocupa. Los trabajos que presentamos aquí no piden de vosotros vuestro parabién o alcanzar vuestro gusto. Piden vuestra amistad, esto es, que al dedicarles un rato y otro rato (porque en realidad una exposición debe verse más de una vez) entendáis algo de vosotros mismos a través de la particular investigación de cada obra.
A primera vista parecería que las obras de esta exposición tienen poco que ver entre sí. Del mismo modo que las personas que están en este espacio contemplando las obras pueden no tener nada en común excepto el hecho de ser personas. Hay muchos modos de concebir las exposiciones. Una exposición puede pensarse como una oportunidad para adentrarse en los rasgos de familia, en las tipologías formales, en los lenguajes semejantes que acercan unas obras a otras. Pero una exposición puede ser también una ocasión para explorar todo aquello que tenemos en común cuando los ojos no nos ayudan en esa tarea. En uno de mis primeros viajes a Berlín alquilé una habitación con una pareja maravillosa. Mi alemán era tan malo que no podía entender ni quiénes eran ni qué hacían, a menos que escribieran frases simples en un cuaderno de notas que había en la cocina y que acabó siendo nuestro particular centro de "interpretación". El segundo día de estar en esa casa —una casa con habitaciones tan grandes como un apartamento entero en mi ciudad— la chica dejó una nota paradójica: "¿cuántos sois? ¿pensaba que eras solo tú?". Revisé alarmada la correspondencia que habíamos intercambiado para alquilar la habitación a sabiendas de que muchas veces utilizaba el plural porque era más fácil de conjugar que el singular, por lo que podría haber dicho "llegaremos" el lunes en lugar de "llegaré". Pero no. Estaba todo en singular y en mis cartas siempre hablaba de mí y de nadie más. Con la ayuda de mi pesado diccionario Herder escribí: "solo soy yo, ¿por qué preguntas eso?" La respuesta no se hizo esperar: "Ah, perdón. Entré en tu habitación para dejarte una copia de las llaves y vi colgada ropa muy diversa en el burro para la ropa. Pensé que erais dos". No entendí nada hasta que no pasó un cierto tiempo y me percaté de que ambos se vestían exactamente igual todos los días. Siempre salían de casa enfundados en unos pantalones negros con una camiseta negra y una chaqueta corta negra. Los zapatos eran también negros e igual los calcetines. Ambos llevaban siempre un cinturón ancho de piel negra y unas gafas de pasta fina, negra también. Ella tenía el pelo fino lacio como el de una chica asiática, negro, con el flequillo corto y un corte geométrico por encima de la oreja. Él apenas tenía pelo y completaba su indumentaria con un gorro negro parecido a los que a veces llevan los capitanes de barco retirados en las series de televisión. Ninguno de los casi cuatrocientos días que compartí con ellos se vistieron de otro modo. Para mi sorpresa, del perchero de su habitación no colgaban cuatro prendas, sino un número ingente de pantalones, camisas, camisetas y chaquetas negras. "Me gusta vestirme muy diferente", escribí en nuestro cuaderno. Mi admiración por el estilo y la presencia de esas personas perdura hasta hoy. A nadie debería extrañarle que semejantes garantes de la coherencia y de la presencia con impacto pensaran que yo tenía un severo desdoblamiento de la personalidad. Cada día vestida de una guisa distinta sin ningún apego o fidelidad ciega por una forma, un color, una época, un estilo… Tanto era mi respeto por su lección de estilo que no tardé en vestirme yo también de negro. Toda de negro. Mi pelo largo y lacio caía hasta el centro de la espalda, dando la sensación de que la ropa no me pertenecía… Lo que en ellos era un ejercicio magistral de rigor en mi se veía como un disfraz de abuela galaica-venida-a-tecno que desentonaba por todas partes, desde el volumen del pecho hasta los zapatos —poco contundentes por tener un número demasiado pequeño para ser dama gótica—. Me percaté enseguida de que jamás podría pertenecer a esa familia y me sentí como una lasaña compuesta por diferentes capas de tristeza: la no pertenencia, el castigo de seguir buscando mi estilo una y otra vez y la pena de que esos seres sin hijos no me acogiesen en su seno ahora que todo había salido a la luz…
Algo similar a lo que sentí esa temporada en Berlín me asaltaba en mis clases de Historia del Arte. Estudiar las obras por géneros y tipologías despertaba en mis viejos traumas. Sentir la presión del deseo de sucumbir al encanto de las semejanzas me dejaba sin aliento.
Una exposición es la creación de espacios heterogéneos. Espacios que formal y emocionalmente son muy distintos, pero que en su diferencia son capaces de crear un sentimiento glorioso: la complementariedad.
Piel de naranja, unas esculturas de naranjas peladas de Ana Laura Aláez, con su rugosa piel de ganchillo no tienen la apariencia de tener una relación directa con las torres de alto voltaje de Mathilde Rossier. Mientras que la obra de Rossier se ha interesado de una manera profunda por la transformación de millones de hectáreas de tierra en campos de cultivo industriales que producen energía —como estas torres eléctricas— para la población, las naranjas de Ana Laura guardan poca o ninguna relación con la agricultura. Guardan, de hecho, más afinidad con las posaderas afectadas cada vez más por el sedentario delante de los millones de pantallas que se alimentan con la electricidad de esas grandes torres retratadas por Mathilde Rossier. El retrato de las grandes infraestructuras que cruzan campos y destrozan las rutas naturales de tantos seres vivos es lo que alimenta y hace posibles estas otras naranjas tan distintas de las naranjas naturales… La insignificancia es la gran pandemia. Nadie habla de ese sentimiento en gran expansión que nos hace a todos reactivos y, a un número creciente, sentir un resentimiento insoportable que rebosa por las redes sociales. El trabajo de Rasmus Nilausen trata de esa contemplación que ya no contempla imágenes sino nuestros sentimientos de impotencia, nuestra confusión. La asamblea de pinturas con patas se titula El teatro de las dudas y es una extraña lección de historia del arte explicada a golpe de pedazos que no hay quien los una para formar una imagen coherente de comunidad, de país, de horizonte común al que aspirar con alegría. Los mismos pedazos que no configuran el retrato de un espacio acabado aparecen en la obra de Andrea Büttner. A Andrea le interesa el gesto mismo de doblegarse. Doblegarse ante el poder, doblegarse ante la desidia y ceder a posiciones y comportamientos que igual hace una década considerábamos inadmisibles o doblegarnos simplemente para realizar las tareas del campo como aquellos que recogen las cosechas a mano, las cosechas de algunos productos que todavía no pueden recolectarse con una máquina como los espárragos. Si las manos de las trabajadoras del campo de Andrea Büttner están enterradas en la tierra, las manos recortadas en latón de Ramiro Oller están en alto. En realidad, son manos despojadas de sus cuerpos. Manos que viven una vida autónoma como las hojas que caen de los árboles y son y no son parte de ellos. Es precioso ver cómo el metal en manos de Ramiro se convierte en algo ligero que le permite crear manos ligeras, prestas a mandar un saludo al aire, generosas, entrelazadas, pero también totalmente desconectadas del mundo. De esa desconexión y de su importancia hablan las acuarelas de Janet Cardiff. Janet, que ha dedicado su vida a explorar la tecnología y el sonido como substancias que nos sirven de guía para conocer otras realidades dentro de la realidad que perciben nuestros limitados sentidos, escoge ahora el medio más rápido, la acuarela, a la hora de plasmar momentos que componen nuestra vida diaria. Hay multitud de momentos maravillosos encerrados en una tarde de baño en las aguas gélidas del océano, y solo un acuarelista presto es capaz de captar esa energía en los instantes escasos en los que el agua se seca con el color sobre el papel. Las acuarelas son perfectas para realizar un diario. Un diario en el que nos recordamos a nosotros mismos lo precioso que esel mundo y quienes nos rodean, porque en el próximo instante ya lo hemos olvidado. Nuestras vidas son un enredo de contradicciones y nuestros mejores deseos son como las piedras atrapadas en una bella estructura de metal. Jose Dávila ha sabido plasmar en Acapulco el paraíso de todas nuestras contradicciones, de nuestras cabezas, enjambres que piensan una cosa y hacen otra de un modo constante. Nadie sabe más de esas contradicciones que Rebecca Horn. Experta en crear objetos imposibles, pero sabia como nadie a la hora de inventar mecanismos formales y estéticos para dotar a la materia inerte de vida, de esperanza, de símbolo.
Esta es mi manera de leer los increíbles espacios que crean las obras. Reconozco que no tengo gran afinidad con las metáforas manidas que proclaman el poner la mente en blanco. Esa invitación al blanco mental es una invitación a un vacío que me resulta molesto. En realidad, no necesitamos el blanco o el vacío de nuestras mentes para escribir nuevas historias. La idea capitalista de "empezar de cero" nos está matando. Está matando la necesidad de aceptar lo que somos, nuestros errores, nuestros deseos y opiniones contradictoras… Empezar de cero, poner la mente en blanco, creer en virtudes sin errores… todo impulsos altruistas que nos convierten en vagos. Vagos incapaces de cualquier forma de generosidad como la generosidad que rezuman las obras de arte, la presencia de los artistas en nuestra sociedad. Una generosidad infinita que solo pide nuestra presencia en la aceptación de su forma de inventar coexistencias entre mundos distintos que no encajarían en ningún plan corporativo. Más fértil que una mente en blanco es una mente expuesta constantemente al arte, a la poesía, a la conversación con amigos… Una mente sana es una mente que no tiene miedo a que le quiten nada, a que la asfixien con demandas, a que la acojan con expectativas. ¿Hay un espacio más grande, más diverso y más dispuesto a darse a todas esas mentes angustiadas, ensimismadas y tristes que el creado por una exposición? ¿Hay espacios más seguros que los espacios creados y cuidados por los artistas? Ver una exposición y salir tatareando… eso podría ser el principio del fin de nuestra desidia monstruosa.
Chus Martínez
La Galeria Pelaires ha rebut una subvenció del Consell de Mallorca per a la realització d'aquesta exposició.